El otro día estuve a punto de ser atropellado por un coche. Aunque en su momento me llevé un buen susto que terminó derivando en un cabreo monumental, decidí no escribir nada sobre el tema. Sin embargo, tras una semana de reflexión, he llegado a la conclusión de que es necesario difundir este tipo de casos.
El lunes pasado había madrugado mucho para viajar hasta una ciudad cercana a la mía, en donde tenía una reunión de trabajo a primera hora de la mañana. Llegué cuatro o cinco minutos antes de la hora prevista. Aparqué a unos quinientos metros del lugar en el que había sido citado y me dirigí hacia allí caminando por la acera a buen ritmo.
Al llegar a una calle que tenía que cruzar, me aproximé hasta el paso de cebra regulado por semáforo y comprobé que el indicador de los peatones empezaba a parpadear anunciando que estaba a punto de ponerse en rojo. La calzada no era muy ancha, tan solo un carril para cada sentido, con cuatro o cinco metros de anchura total.
Como varias personas mayores estaban cruzando por delante de mí, y caminaba a un paso bastante rápido, pensé equivocadamente que me daría tiempo a cruzar. Al fin y al cabo se trataba de dar cuatro o cinco zancadas. Mi primer error fue confiar en mi agilidad para pasar lo más rápido posible. El segundo se produjo nada más poner el pie en la calzada. Y reconozco que en parte fue culpa mía, ya que cuando el disco de los peatones se puso en rojo debería haberme detenido para regresar a la acera. Pero la inercia, las prisas o la inconsciencia me impulsaron a pasar todo lo rápido que fui capaz.
El intento de atropello
Recuerdo que no habría dado más de dos pasos sobre el paso de cebra y que podía ver cómo una señora mayor iba un par de metros por delante de mí. En ese momento sentí que una ruidosa mole se abalanzaba sobre mí. Me giré y comprobé que el primer coche que estaba esperando a que nosotros terminásemos de pasar con intención de incorporarse a la avenida principal arrancaba y se lanzaba sobre mí. Se trataba de una especie de monovolumen o furgoneta de un modelo que no acerté a distinguir.
Como impulsado por un resorte, mientras saltaba hacia atrás y a un lado, flexioné un poco las piernas poniéndome en guardia con el tronco y las manos adelantadas. No sé si esa postura serviría para algo, pero inconscientemente pensé que tal vez me protegería del impacto. Y cuando mis manos estaban a punto de tocar el capó del coche, el conductor frenó mientras yo conseguía apartarme algo más.
Un simio al volante
Como la velocidad del coche era pequeña —supongo que iría en primera y que no habría alcanzado más de 20 o 30 kilómetros por hora—, al clavar los frenos se detuvo al instante. Con el corazón desbocado, la boca seca y las piernas temblorosas, paralizado en mitad de la calle, miré al conductor y comprobé que se trataba de un individuo de mirada torva y barba poblada, que no creo que contase con más de treinta años.
No sabía qué hacer y cómo actuar. Confieso que, por un instante, me llegué a sentir hasta algo ridículo. Los peatones que estaban cerca de mí, también observaban la escena con curiosidad, así que empecé a pensar en una reacción digna. Lo primero que se me ocurrió fue lanzarme sobre el coche y empezar a patearle la carrocería hasta que el simio que lo conducía se apease. Y en ese momento —fantaseé unas décimas de segundo— comenzaría a golpearle hasta dejarle reducido a una masa sanguinolenta y jadeante de carne. Ya sé que no está bien que uno se tome la venganza por su mano. De hecho, ese pensamiento tan solo surcó mi cerebro por espacio de décimas de segundos. Pero está claro que ante una agresión así —incluso aunque no haya llegado a ser consumada—, el ser humano necesita gozar brevemente de la ilusión de la venganza. Y más en un país como España, en el que romperle la cara a otro cuesta 150 euros de multa, como recuerdo haberle escuchado argumentar a un matón profesional al que una vez entrevistaron en un programa de televisión.
El susto se transformó rápidamente en necesidad de reacción. Yo seguía en mitad del paso de peatones y, ante mi inactividad, el conductor arrancó de nuevo y comenzó a alejarse sin dejar de mirarme. En ese momento, ya algo más sosegado, empecé a hacerle gestos con la mano, llevándome el dedo índice a la frente, indicándole que estaba loco. Y lo hice así porque rápidamente había llegado a la conclusión de que liarme a golpes con su coche o tratar de sacarle del interior a guantazos me perjudicaría más de lo que me satisfacería. Pero como el primate mononeuronal que conducía el automóvil seguí mirándome con prepotencia mientras se alejaba, sentí un regusto amargo por haberme quedado allí parado, sin hacer nada.
Medio minuto después, cuando ya estaba de nuevo sano y salvo en la acera, empecé a caer en la cuenta de que tal vez habría sido interesante anotar la matrícula o fotografiar al vehículo. Pero si barato salo pegarle una paliza a otro, supongo que denunciar a un tarado (que no conozco de nada) por lanzar su coche contra mí sin más motivo que tener el semáforo en verde no merezca más reproche penal que el archivo de la denuncia. Así está España y por eso ocurren las cosas que ocurren.
La reflexión final
Le he dado unas cuantas vueltas a este tema durante varios días, asqueado por la insoportable idea de tener que convivir con gentuza así. Porque es una desgracia tener que ocupar el mismo espacio vital día a día con individuos que consideran que la carretera es suya, que la calle es suya y que todo lo que hay a su alrededor es suyo. Como aquellos cowboys del viejo oeste, violentos y pendencieros, que se divertían aterrorizando a la gente de bien o disparando a los pies de cualquier parroquiano de taberna para que este empezase a bailar, los matones de hoy en día conducen vehículos y se dedican a romperse la crisma los fines de semana en carreras ilegales o simplemente metiéndose con el primero que se cruce con ellos, ya sea en un paso de peatones o en una discoteca. Y como jamás piensan en los perjuicios de los daños colaterales que ellos causan, el Estado debe velar por la seguridad de todos, atajando este tipo de comportamientos.
En lo que respecta a la seguridad vial, creo que esta clase de tipejos, que son peligros públicos que utilizan sus coches como si de armas cargadas se tratase (ya se sabe que las armas las carga el diablo y las disparan los gilipollas), deberían estar mucho más controlados de lo que están. Y para ello, habría que hacerles entender —a ellos y a todos los conductores— que la conducción no es un derecho, sino un privilegio. Y como privilegio que es, la Administración debe ser más escrupulosa a la hora de conceder autorizaciones o licencias para conducir. Porque este tipo de permisos solo se los merecen los ciudadanos que reúnan realmente las condiciones psico-físicas pertinentes. Unas condiciones que no se analizan en los exámenes médicos realizados a la hora de sacarse o renovarse el carné (un día contaré cómo fue mi última renovación). Del modo en el que hoy en día están planteadas estas pruebas, no dejan de ser más que un sacadero de pasta para que determinados amigotes continúen con sus mamandurrias.
Por otra parte, es necesario que las pruebas de alcohol y drogas se lleven a cabo de un modo más profesional y se corten de raíz comportamientos intrínsecamente peligrosos. Creo que es realmente preocupante que las pruebas de drogas efectuadas un lunes a las ocho de la mañana desprendan una gran cantidad de positivos por cocaína, anfetaminas o cannabis. Y me preocupa especialmente que en España se hayan cargado las tintas históricamente en los casos de alcoholemia, olvidándose hasta hace bien poco de que los principales comportamientos peligrosos se producen por culpa del abusivo consumo de drogas que se produce en España sistemáticamente por una numerosa parte de la población. Si grave es conducir bajo los efectos del alcohol, todavía lo es mucho más hacerlo bajo el influjo de las drogas. Una circunstancia, por cierto, que se encuentra presente en una gran cantidad de accidentes de tráfico.
Y ya para terminar, dejo esta frase para que los lectores opinen sobre ella: si a nadie se le ocurriría darle una pistola cargada a un tonto, ¿por qué se le permite conducir?
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Saludos Ricardo.
Ante todo, decirte que me alegra saber que, a parte del susto, no hayas sufrido ningún tipo de lesión física.
Tal y como comentas, la carretera es como una jungla, en los que la mayoría tenemos que ir con mentalidad de gacela si no queremos ser devorados por aquellos que se creen leones. Ésta metáfora es la que tuve que emplear con mi hijo para explicarle los peligros que corremos al cruzar la carretera incluso en pasos de peatones señalizados con semáforos, y aunque afortunadamente no ha presenciado ningún atropello, si ha comprobado como muchos coches ignoran los pasos de peatones y los semáforos.
Además, la actitud del tipejo ese sin mostrar el más mínimo interés por tu estado ya demuestra lo que le importa el bienestar de los demás ciudadanos, por lo que se retrata él solito. Después, esta clase de individuos serán los que constantemente se estén quejando de que su ciudad esté invadida de badenes, semáforos y demás elementos que faciliten la circulación y seguridad de los peatones.
Gracias por preocuparte, Álvaro. Menos mal que no me ocurrió nada y que no llegó a atropellarme. Esta vez paró a unos centímetros de mí. Pero tengo la sensación de que no era la primera vez que lo hacía. Es probable que el gañán continúe con ese tipo de comportamientos, y tal vez en próximas ocasiones no tenga tantos reflejos y termine atropellando a alguien. Y entonces llegará el tiempo de las lamentaciones.
La metáfora de los leones y las gacelas es muy buena. Y por cierto: en estos casos me entran ganas de sentirme como un cazador de esos forrados de pasta que se van a la sabana africana a matar leones con un rifle de precisión y una mira telescópica enorme. Y en una situación así, un león poco ágil y atontado por el exceso de comida y holganza poco puede hacer ante un cazador experto empuñando su mejor arma. Menos mal que este tipo de fantasías se me olvidan pronto, je, je.
Buena reflexion final.
Yo por experiencia y algun susto como peaton o ciclista, hasta que no veo deternerse por completo al vehiculo, no cruzo aunque sea por un paso de cebra o un semaforo.
Saludos compañero.
Gracias por tu comentario. El problema, Xavi, es que en este caso yo empecé a cruzar con el semáforo en verde y el vehículo detenido. Lo que nadie se puede imaginar es que un tarado arranque cuando todavía hay peatones cruzando, por mucho que su semáforo se haya puesto en verde.
Por una cuestión de seguridad, sería interesante tener una descripción física de dicho tipejo. ¿Tenía el cuerpo cubierto de pelo? ¿Mandíbula prognata? ¿Frente estrecha? ¿Capacidad craneal escasa? Doy por supuesto que dispone de dedos prensiles, ya que es capaz de empuñar el volante.