Tras un verano en que he completado más de 3.000 kilómetros en coche, puedo afirmar que cada vez es más peligroso ponerse en carretera. En este artículo explico los motivos.

Por todos es sabido que me encanta conducir y prefiero hacer mis desplazamientos en mi vehículo, en lugar de hacerlo en transporte público. De no ser así, no tendría mucho sentido continuar escribiendo en este magazine. Sin embargo, esta tarea que debería ser placentera puede terminar convirtiéndose en algo desagradable y arriesgado. Básicamente porque las carreteras españolas dejan mucho que desear. A pesar de que nuestra red de autovías es muy amplia, por cada tramo nuevo que se abre al público se deja languidecer sin el necesario mantenimiento a otros cinco. Los baches, las rajas en el asfalto, cuando no los agujeros afloran con rapidez, siendo un fenómeno que deberían estudiar las Escuelas de Ingenieros de Caminos el de las vías recién estrenadas y sin apenas tráfico que se llenan de incómodos socavones a los cuatro días de haber sido inauguradas por el político de turno.
Ante lo expuesto en el párrafo anterior, las autoridades creen cumplir al colocar como mucho cuatro o cinco señales de obra y pintar las rallas de color amarillo, explicando a los sufridos usuarios que existe un peligro potencial que no piensan eliminar al carecer las arcas del Estado del dinero suficiente para ello. Es entonces cuando la Dirección General de Tráfico aprovecha para reducir todavía más los límites de velocidad. Porque ésta es una de las grandes cuestiones sin resolver que tenemos en España. Con unas limitaciones absurdas e incomprensibles, nadie hace caso de las mismas, con lo que la posibilidad de sufrir un accidente aumenta mucho.
No obstante, Tráfico sigue pensando que lo mejor para reducir los siniestros son los radares. Por eso, casi todos están puestos en rectas con visibilidad suficiente y en las que casi nunca se producen accidentes. De hecho, la directora general, Carmen Seguí, ha comunicado que mantendrá esos radares fijos en tramos «aparentemente seguros» para «atemperar comportamientos» y que los conductores no corran más de la cuenta. Sin embargo, creo que es la propia Administración la que tensa la actitud de los más imprudentes debido a su afán recaudatorio, que se traduce en la persecución de ciertos comportamientos que no son los únicos causantes de la siniestralidad.
Por lo que respecta a los radares ocultos, aquéllos que velan por nuestra seguridad y se disimulan lo mejor posible para que -cual ángeles de la guarda- no nos demos cuenta de que están ahí para protegernos, este verano he estado a punto de darme una torta por culpa de uno. Circulaba por una autovía a la velocidad permitida de 120 kilómetros por hora. Lo curioso es que es una de las pocas carreteras que están en perfecto estado porque no llevan abiertas más de dos años, disponiendo de buen firme, visibilidad máxima, dos carriles en mi sentido más uno adicional para vehículos lentos. Como era una zona montañosa, la carretera enfilaba una cuesta abajo de varios kilómetros, en línea recta, para terminar en una curva amplísima y bien peraltada. En el arcén, metido entre unos arbustos, se escondía un radar, algo que no me importó demasiado ya que yo circulaba a la velocidad legal. Sin embargo, algo debió inquietar al automóvil que me estaba adelantando por la izquierda –seguramente el miedo a ser multado- porque al percatarse del coche camuflado de la Guardia Civil clavó los frenos. En ese mismo instante, yo también reduje mi velocidad porque no sabía si existía alguna incidencia de la que yo aún no me hubiese percatado. Supongo que debido al pánico atroz a la pérdida de puntos o al doloroso clavo de un multazo económico, el conductor que intentaba rebasarme perdió los nervios, frenando mucho mientras intentaba regresar al carril que yo ocupaba en ese momento. De no ser porque yo frené al máximo con el peligro de ser embestido por detrás en caso de haber algún coche que no guardase la suficiente distancia de seguridad, el «tonto» (porque sólo así se le puede denominar) se hubiese terminado por estrellar contra mí. Y es que los radares ocultos y los «tontos al volante» no hacen buena pareja.

El caso anterior ilustra a la perfección otro de los grandes problemas a los que hay que hacer frente cada vez que se sale a la carretera: el de los incapaces que se empeñan en poner en peligro la vida de los demás. Y con ello no me refiero ni a discapacitados ni a ancianos; sino a personas en plenas facultades físicas y psíquicas que son inválidos para gobernar un vehículo a motor. El nivel medio en España, sin ser tan nefasto como el de los conductores portugueses o griegos, es bastante patético. La responsabilidad es en gran medida del deficiente y absurdo sistema de formación que se imparte en España, orientado exclusivamente a pasar las pruebas teóricas y prácticas. Si encima le añadimos el importante déficit cultural de muchos españolitos de a pie que son incapaces de vivir en sociedad, que se piensan que las leyes están hechas para los demás y que ellos controlan todas las situaciones de peligro que generan, el cocktail explosivo está servido. Son los que tan sólo utilizan el automóvil en días y horas punta, circulan habitualmente por encima de la velocidad permitida, no hacen caso de las señales ni de las normas en general, se obcecan en mantenerse todo el rato en el carril de la izquierda generando tráfico lento, se pegan temerariamente al parachoques del coche que les precede, y conducen con una agresividad para la que no están ni capacitados ni acostumbrados. Es posible que muchos de los que están leyendo este artículo asientan pensando en la cantidad de comportamientos similares que han visto este verano. Incluso alguno puede ser que olvide que en determinadas ocasiones son ellos mismos los que actúan de un modo temerario e insolidario. ¿Tengo razón? Espero que me cuenten sus experiencias a través de los comentarios a este artículo.