Está claro que la marca Bugatti es reconocida como un símbolo de refinamiento y lujo, pero no así de rentabilidad. Al igual que hoy en día le está costando mucho dinero en pérdidas al Grupo Volkswagen –su actual propietario-, en los años veinte también estuvo a punto de llevar a la ruina a sus creadores debido a uno de esos vehículos que son sueños hechos realidad, como una quimera irrealizable que al final toma vida, pero que terminan por convertirse en una pesadilla: el Bugatti Type 41 Royale.

Durante los locos y felices años veinte, la prosperidad se dejó sentir como nunca. El champán corría a raudales, como si las modernas sociedades industriales fuesen capaces de generar riqueza permanente. El jazz no dejaba nunca de sonar, con desenfadados charlestones en los que mujeres tocadas con plumas en la cabeza o con sombreros cloché, enseñaban las piernas al ritmo de la música mientras insinuaban su figura con vestidos sueltos y se cortaban el pelo a lo garçonne. La riqueza se estaba democratizando y el que no amasaba rápidamente una fortuna en la Bolsa era porque no quería, ya que la moda era comprar acciones a crédito, pagando las mismas con los beneficios producidos al especular con ellas.
Frente a esta abundancia de nuevos ricos, la realeza se mantenía como la depositaria del antiguo señorío, con su boato y elegante estilo de vida tradicional. Reyes como Alfonso XIII de España o Jorge V de Inglaterra eran el máximo exponente del abolengo más rancio. De hecho, fue en ellos en quienes pensó Ettore Bugatti cuando comenzó a plantearse la creación de una de las máquinas más lujosas de todos los tiempos. Sin embargo, el momento histórico no le fue muy propicio ya que Alfonso XIII, para quien estaba destinado el mítico 41.100, fue depuesto en 1931. Al resto de sus parientes monarcas no les esperaba un futuro muy halagüeño con un horizonte llenó de revoluciones, depresiones económicas y guerras mundiales.
Por otra parte, este antecedente de las actuales limusinas americanas, de 6 metros de longitud y propulsado por un motor de avión, no fue del agrado de las testas coronadas y tuvo que venderse a millonarios excéntricos y arrogantes como los Esders o los Fuchs, que gustaban de los automóviles ostentosos. A pesar de que cada vehículo se carrozaba de un modo individual y personalizado, la seña de identidad era sobretodo la estatuilla de un elefante que debía competir con la cigüeña de Hispano-Suiza y el “espíritu del Éxtasis” de Rolls-Royce. Contando con el prototipo, tan sólo se fabricaron siete unidades, lo que provocó que la familia Bugatti se sintiese decepcionada. Por ello, decidieron quedarse con casi todos los modelos, dolidos por la mala acogida que había tenido el coche en los más elevados círculos sociales de entonces.
Este coche es impresionante. Está fabicado con todo detalle. El tapizado y el detalle del techo solar me han enamorado. Eso sí, pobre del chófer como le tocase día de lluvia.
Lo del chófer al aire libre era más habitual de lo que parece. En los coches de caballos los conductores también iban descubiertos. Creo que este tipo de carrocerías trataban de rememorar el clasicismo de los carruajes más señoriales.