La gran belleza, un homenaje a modo de secuela de madurez

La película de Sorrentino La gran belleza parece en muchos momentos un homenaje, una interpretación, un ejercicio cinematográfico que reflexiona sobre la madurez del creador, inspirándose en los personajes que Fellini creó en 1960.

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Toni Servillo, protagonista de La gran belleza

La dolce vita fue una de mis películas favoritas de Fellini durante años. Pero mi devoción cambió cuando visioné por primera vez Ocho y medio. En aquel momento caí rendido ante el Fellini más surrealista, más esteta, más seducido por las imágenes bellas, incluso a costa de un hilo argumental que puede desvanecerse en una sucesión de secuencias hermosas.

En Ocho y medio asistimos al declive de un director y guionista de cine que no sabe cómo salir de su bloqueo creativo. Y lo mismo le ocurre a Jep Gambardella, el protagonista de La gran belleza, que siente que su vida se va escapando en una sucesión monótona e interminable de fiestas hasta altas horas de la madrugada, que le impiden ponerse a escribir una nueva novela.

Las concomitancias no solo son con Ocho y medio, ya que Gambardella también tiene mucho que ver con Marcello, el protagonista de La dolce vita. Los dos se mueven como peces en el agua por la alta sociedad romana. Los dos alternan con aristócratas arruinados, presentadores de televisión, actores, millonarios y cardenales bon vivant. En determinados momentos de la película, la identificación entre ambos es total, como si Jep Gambardella fuese el Marcello de La dolce vita, pero ya maduro y de vuelta de todo.

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Sabrina Ferilli con Toni Servillo

El personaje que encarnaba Marcello Mastroianni en la película de Fellini era un joven periodista que quería cambiar de vida. Por eso trataba de aproximarse a su amigo Steiner y su tertulia de intelectuales. Sin embargo, era la decadente y nihilista farándula sobre la que él tenía que informar, la que terminaba por absorberle hacia ese círculo vicioso que le impedía madurar como artista.

En la película de Sorrentino, por el contrario, se nos presenta a un periodista maduro —Jep Gambardella— que vive de las rentas de un éxito temprano con una novela de juventud. Desde entonces, por más que lo intenta, trata de escribir una nueva obra, la gran novela con la que construir esa carrera que se le ha escapado de las manos entre fiesta y fiesta.

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Plano de Sabrina Ferilli con Toni Servillo al fondo

A Marcello le quedaba toda una vida por vivir. Sin embargo, a Jep se le ha escabullido sin que sea capaz de encontrarle un sentido a todo lo que ha hecho. Cuando pasea y se cruza con gente normal y corriente, él no deja de pensar que siempre se acuesta cuando el resto del mundo se levanta. Sus fiestas, en su espectacular terraza frente al Coliseo son antológicas.

Como en las películas de Fellini, hay siempre un punto freak, casi siniestro. Son inquietantes y desconcertantes las escenas de la monja que llaman la “Santa”, una mujer arrugada, de piel apergaminada y boca desdentada, imperturbable, tan anciana que ni siquiera parece humana, y a la que toda la élite —incluidos los más importantes cardenales de la curia vaticana— rinden pleitesía. O la niña pintora que tira litros de pintura sobre un enorme lienzo imitando la obra de Pollock, y que es la mayor atracción de un rico coleccionista de arte. O la jefa de Gambardella, una mujer acondroplásica ataviada con unas gafas de montura redondas a lo Harry Potter que le dan un aire infantil y misterioso, potenciado aún más por el despacho en el que trabaja, decorado al estilo del Colegio Hogwarts.

En La gran belleza asistimos a una sucesión de secuencias con una Roma estival, más espléndida que nunca, casi siempre nocturna, sin ese exceso de turistas y tráfico enloquecido que la caracterizan. Mientras que en La dolce vita la escena mítica es la de Anita Ekberg en la Fontana di Trevi, en La gran belleza es difícil quedarse con una escena en concreto. Puestos a elegir, pienso que quedará siempre para el recuerdo los cercanos planos de la piel tersa y morena de una Sabrina Ferilli desnuda junto a un Toni Servillo impecablemente vestido, con un pitillo en la mano y las piernas cruzadas indolentemente.

Y siguiendo con los paralelismos entre las dos películas, el mar siempre parece ser la salida. Pero en una y otra, la metáfora funciona de un modo inverso. Aunque en La dolce vita Marcello se encuentra a una niña que le señala el mar, como un símbolo, como una única escapatoria posible hacia ese futuro que tiene por delante y que solo él puede construir; en La gran belleza el mar es nostalgia, es la única evasión onírica que le acerca los recuerdos de un antiguo amor adolescente —el primero y tal vez el único— síncero, desprendido, cándido.

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